Fue tanto el bien que sentí en mí a través de la práctica que fui avanzando por ella y al mes siguiente a mayores me dediqué una clase sola para mí, no sin sentirme culpable por no dedicarle esa hora a mi hijo; aquí resoné con esta frase, “que el tiempo que dedicas sea de calidad”. El caso es que de ahí pasé a ir los cinco días, y si podía hacía doblete por la mañana y por la tarde. ¿Por qué lo hacía? Porque aunque lloraba en todas las clases, salía nueva, me encantaba esa sensación de paz al terminar la case, a saborear los pequeños instantes de felicidad que me daba la vida y que antes no sabía ver.
Empecé a sentirme más calmada, animada, contenta, tranquila, más segura, a ver las cosasde otra manera y a aceptar lo que la vida me deparaba. Llegó junio y mi maestra me animó a formarme como profesora de yoga, me río al recordarlo porque mi respuesta fue: ¿Hay que estudiar? Pues no…
Y tres meses después empezaba mi camino como profe de yoga hasta hoy, que sigo estudiando y formándome para ser la mejor versión de mí misma y poder transmitir mi ilusión a mis alumnos y lo que el yoga puede hacer por ellos al igual que hizo conmigo.